El vómito es asqueroso. A veces nos
salva la vida.
Otras veces es imparable y nos
avergüenza, sobre todo cuando tenemos testigos.
Como se mire, no podemos ignorarlo,
al igual que tantos efluvios que los humanos arrojamos con pudor cínico como si
no fueran parte de uno. Y hasta llegamos a echarle la culpa a los pobres
perros.
Pero que exista un vomitorio ya es
cosa de locos.
Se puede dar, no olvidemos que
estamos en un mundo impredecible, en un país mágico, y en una provincia cañera
donde no existe el jugo de caña.
Fue un 02 de enero de este año. Uno
espera que la vida se inicie con el pie derecho, sin embargo, la mañana trajo
vientos fuertes, lluvia, granizo y hasta un tornado. “Faltaba que caiga un
meteorito”, diría mi abuela que se la pasaba mirando las estrellas.
Los llaman pozos de aire. También
turbulencias
La cuestión es que parecía un vuelo
normal hasta que el avión comenzó a subir y bajar violentamente, como si fuera
un ascensor que va de la planta baja al piso 13 y desde ahí vuelve a planta
baja. A todo lo que da. Y muchas veces. Nadie supo cuántas. Ya no estaban los
cerebros para contarlas.
Con semejante movimiento los
alimentos ingeridos empiezan a revivir en forma indisciplinada y no hay rezos,
dientes apretados, ni ojos cerrados que valgan. La descompostura viene al toque
desafiando todas las leyes, sobre todo la que dice que la comida debe entrar, no
salir.
Cuando asomaron los primeros
descompuestos una madre experimentada vació la carterita donde llevaba los cosméticos
y se la pasó a su hija pequeña que ya estaba blanca como papel.
Lo peor fue cuando los pasajeros se
dieron cuenta que no había bolsitas en el sitio de la cartilla con consejos.
La voluntad, la calma y la razón cedieron
el control a los intestinos.
Algunos comenzaron a pedir las
bolsitas a los gritos. La azafata apareció con unas cuantas y comenzó a
repartir al manchanchi para que las vayan pasando de asiento en asiento.
Varios pasajeros se cubrían la boca
con la mano y hacían el gesto de “no aguanto más” buscando autorización para
enfilar al baño.
“Nadie puede levantarse mientras el
avión siga sacudiéndose”
El nerviosismo, la calentura y el
contagio liberó los vómitos.
Los que llevaban gorras deportivas
descubrieron que pueden tener otros usos. Los que perdieron la vergüenza
simplemente abrieron los pies para no ensuciar las Adidas. El olor a rancio
aportaba lo suyo. Dos o tres que rugían como dragón le daban un toque musicalmente
asqueroso.
Algún estudioso podría haber dicho
que los viajeros de avión son de buen comer.
Cuando vino la calma no había ojos
para mirar ni nariz para olfatear.
“Suele suceder”, dijo el comandante
agradeciendo el comportamiento de los pasajeros y pidiendo disculpas. Como
nunca apareció se salvó de las puteadas, aunque seguro luego le contaron.
El avión llegó con demoras. Tuvo
que esperar dando vueltas hasta que autoricen el aterrizaje.
Cuando apareció Andrés con su
mochila me sorprendió su cara de embole. Estaba pálido.
- ¿Qué tal el viaje, hijo?
-Un asco. Menos mal que viajé en ayunas.
Juan Serra