Que hay hombres malos, sádicos y
perversos, no hay dudas.
Que hay malos a los que el poder
los vuelve muy malos, afirmativo.
También hay maltratados. Estos
sienten alivio cuando se muere un malo.
Amanece en la Provincia de Santa Fe.
Lucho, “El Urraca”, un tucumano
entre tantos, se apresta a tomar unos mates en una mañana que parecía ya
escrita: los mismos ruidos, las mismas paredes, el cielo raso mapeado detalle
por detalle, la mirilla que cada tanto se abre, las chinches en los colchones,
el tarrito para el meo, los pasos vigilantes sin importar qué día o mes es el
que transcurre, un grito lejano, otra vez a escudriñar lo posible y lo
imposible, el futuro, la familia, qué será de aquel amor, algunas estrategias
para no quebrarse y el tiempo que cada tanto se detiene y luego arranca lento,
calmo y alerta.
Parecía otro día sin sorpresas.
Pero no, el destino no descansa, hasta en los sitios más oscuros busca la forma
de reinventarse.
Aquella mañana miles de alegrías
individuales estallaron detonadas por una chispa compartida.
Se había producido un momento
mágico. Un encuentro de sentires. El que lo vivió Jamás podría olvidarlo.
El estallido fue brutal. La
cronología perfecta. Nadie desentonó.
La gritería era tan fuerte que
todos los muros temblaron.
Los custodios, que habían sido
seleccionados entre ex boxeadores para pegar mejor, quedaron paralizados, algunos
con caras de asombro, otros de sonrisas disimuladas.
La barriada circundante,
acostumbrada a cosas raras, nunca imaginó tanto.
Luego vinieron los cánticos, los
papelitos cubriendo los patios, los dedos en V, los puños en alto y los platos
de lata contra las rejas.
Las sonrisas, los dientes
maltrechos, los rostros pálidos sin sol, los brazos flacos estirándose entre
los barrotes para entrelazar las manos, los abrazos imaginados y los gritos de
nombres que ya no estaban.
¡Cuántas heridas curó el Estallido
ese día ¡
Parecía un estadio de fútbol
gritando el gol salvador en el minuto final.
Y todo porque se difundió la
noticia de la muerte del director de la Cárcel de Coronda, en Santa Fe, un hijo
de perra que no tenía nombre, un Comandante de Gendarmería de sangre y rostro japonés
que llevó al límite la tortura física y psicológica en el primer experimento de
poner una cárcel al mando de Gendarmería.
-Dicen que murió el japonés-, fue
la gran noticia, aunque después se supo que no era cierto. Pero ya no
importaba, el Estallido había estallado.
Fue durante los años de la última
dictadura militar.
Cuarenta años después Adolfo
Kushidonchi, alias el japonés, fue juzgado y condenado a 22 años de prisión por
muertes y tormentos agravados ocurridos mientras dirigió la cárcel.
Por Juan Serra