Nadie muere solo. La propia muerte es una compañía. La muy
obstinada nos sigue sin descanso hasta que encuentra una curva para adelantarse
y chau. Fuiste.
Tal vez luego haya velorio. Será para que los otros se
enteren como es la historia. La muerte es una de las pocas cuestiones
democráticas que nos quedan.
Y en el velorio puede haber compañías no queridas. El
muerto nunca lo sabrá.
Este era un morocho fornido, imposible que haya bajado de
los barcos, tal vez ni conocía el mar. Más bien venía de los cerros.
A los 18 años se propuso triunfar creyendo que solo era
cuestión de carácter. Aprendió lo peor del tucumano básico y sus ansias de
superación lo superaron. Entendió que para tener poder hay que ser rico o
prepo. Como no tenía ni un mango se especializó en lo segundo. Cuando cumplió
20 años ya no había parientes ni amigos que lo soporten. Quedó solo.
Era malo a cagarse. Feroz como ninguno. “Tenía un alma
puta”, decían los vecinos que lo despreciaban en silencio para evitar
represalias.
Llegó a ser comisario de policía, primero en el interior de
la provincia y luego en la capital, un buen ejemplo de esos que alguna vez
fueron definidos como indios reducidos, descendientes de pueblos originarios
que traicionaron su origen.
El mismo se encargaba de golpear a los detenidos e
inventarles causas. Parecía disfrutar de esa inteligencia sádica para combinar
violencia con literatura de ficción.
Entraba y salía de su casa solo. No tenía perros, ni gatos,
ni plantas. Todos los días el mismo ritual, salía con cara de culo y volvía con
cara de culo.
Pasó el tiempo, los años y la vida. Un buen día los vecinos
llamaron a la policía porque el olor que salía de su casa ya era inaguantable.
-Me parece que adentro hay un muerto podrido-, dijo un
vecino que había estado en la guerra de Las Malvinas y algo sabía de cadáveres
a la buena de Dios.
Cuando llego la policía hubo que romper la puerta a
patadas. Nadie quería entrar.
Un cadete recién incorporado que manejaba la camioneta
policial, con el ánimo de chapear ante su superior, dijo: -yo voy-, se envolvió
la cara y la boca con un pañuelo blanco y se mandó adentro.
Todo el barrio estaba siguiendo los acontecimientos desde
la vereda del frente.
-No veo nada, está oscuro, solo se oye un zumbido-, gritó
el cadete y salió a tomar aire.
-Siga buscando-, ordenó el sargento que comandaba el
operativo
-Voy hasta los dormitorios…
- ¡Aquí está! Hay un masculino muerto.
-Que vengan dos testigos- dijo el sargento mirando a los
curiosos que estaban en la vereda del frente.
El ex combatiente cruzó la calle junto a un joven que la
iba de valiente y entraron. Al toque salieron asqueados para juntarse con los
otros vecinos.
- ¡Ta loco! -, dijo el veterano mientras la curiosidad del
resto del vecindario formaba una ronda a su alrededor.
- ¡Murió en su ley! Las moscas lo están velando
Juan Serra