…Siempre elijo el pasillo. Me lo recomienda mi doble
astral. Nunca se equivoca.
Dicen que el momento más crítico en un vuelo es el
despegue. Yo, por si las moscas, cierro los ojos y trato de dormir. Si hay que
morir que sea durmiendo, diría Sócrates.
Esta historia de aviones es de la época donde las
azafatas daban un café y un alfajor. Creo que ahora solo una sonrisa, por un
precio módico.
Era un vuelo Tucumán Buenos Aires, como muchos otros,
con esa liturgia emocionante de los Aeropuertos: las esperas, la medialuna más
cara del mundo, la máquina que revisa, la chicharra que delata, la gente rara,
el desubicado que coloca una valija gigante donde no debía, los asientos
incómodos, los mensajes de wasap como si el viaje fuera al corazón del Amazonas
y el discurso de seguridad al que nadie presta atención. Todo muy normal.
Estaba dormido cuando me despertaron los gritos. Costó
darme cuenta que no seguía soñando, que estaba en medio de la realidad real.
El avión se estaba llenando de un humo que parecía
filtrarse por las hendijas de la ventilación. Empecé a sentir miedo, el humo ya
parecía niebla. Algunos pasajeros se habían parado, otros gritaban cosas
inentendibles, varios ya se cubrían la nariz con un pañuelo y la tosida era
generalizada.
Las azafatas pedían calma, aunque la cara de pánico
que tenían no ayudaba para nada. El avión comenzó a bambolearse por tanta gente
queriendo pararse. El descontrol ya era total. En medio del griterío y el caos
el Comandante pidió silencio por el micrófono y anunció que se haría un
aterrizaje de emergencia, que se tranquilicen porque faltaba poco para llegar a
Aeroparque, y que una vez que el avión se detenga los pasajeros debían acerarse
en orden y en fila india hacia la puerta delantera, donde las azafatas les
darían las indicaciones para arrojarse por el tobogán de emergencia.
Obviamente que la mitad más uno no escuchó el mensaje.
La mayoría ya se habían sacado el cinturón de seguridad, algunos hasta bajaban
las valijas y los bolsos trabando todo movimiento en el pasillo. El scrum era
perfecto. Los tranquilos o resignados permanecían sentados. Nunca imaginé que
el comportamiento humano sea tan loco.
El comandante insistía: “Cuando el avión se detenga
vayan avanzando en orden para tirarse por el tobogán de emergencia”, tal vez
sospechando que ese momento sería el más crítico.
Cuando el avión se detuvo aflojó un poco la tensión.
La tirada por el tobogán de emergencia tenía sus bemoles. La azafata hacía un
gran esfuerzo para explicar cómo sentarse, poner el cuerpo hacia atrás,
acostarse de espalda, no levantar la cabeza y arrojarse con los pies estirados
y los ojos abiertos. Las indicaciones sonaban a muchas, así que pueden
imaginarse lo que pasó.
Algunos bajaban rodando, otros en pose palomita, otros
de cara o enredados con las piernas del que estaba atrás y se tiró antes de
tiempo. En fin, un escultor o un fotógrafo se hubiera hecho un picnic de ver la
versatilidad ridícula de las caídas.
A medida que íbamos “cayendo” se acercaron dos carros
de bomberos que habían sido alertados de la situación.
“¡Corran, corran que puede explotar!”, “¡Corran que
puede explotar!”, gritaba uno de los bomberos con un megáfono. Después supimos
que la advertencia era parte del protocolo, para que nadie se quede cerca y se
pueda llevar al avión lo más lejos posible por si estallaba.
Había que salir corriendo de una. Primero hacia
cualquier lado y luego apuntar a la Sala de Pre-embarque, donde ya algunos
curiosos disfrutaban del espectáculo.
Después de los golpes, las corridas y el pánico,
cuando todo el mundo abandonó el lugar del siniestro, como quién sigue viendo
la película, quedamos mirando detrás de los vidrios del salón.
Si el avión explotaba los lienzos personales volarían
por todas partes. Si se solucionaba el problema recuperaríamos las valijas.
La expectativa duró varias horas, el tiempo suficiente
para pensar y filosofar sobre lo ocurrido, sobre el destino y sobre la suerte.
También sobre el comportamiento humano ante situaciones críticas.
No explotó. Recuperamos las valijas y las ganas de
vivir.
Ahora veo un tobogán en las plazas y me agarra un
ataque de risa.
Juan Serra