La noche era inmensa. Siempre lo fue, pero aquella lo
era mucho más, parecía que todas las estrellas se habían puesto de acuerdo para
mirar lo que me pasaba. Era una noche del mes de noviembre del año 1975.
- ¡Pone los codos para afuera y abrí los pies como un
avioncito!
Era difícil hacerlo, pero tenía que obedecer, aunque
el miedo y el frío me inmovilizaban.
Estaba tirado boca abajo con las manos esposadas hacia
atrás sobre la pista de aterrizaje del Aeropuerto de Trelew, en la Base Aérea
Almirante Zar de la Marina.
Intenté poner la cabeza de costado para confirmar que
todo aquello era cierto cuando un culatazo sobre la nuca me volvió a la
posición inicial, mirando el cemento.
- ¡Tucumano tenías que ser! Ahora vas a quedar hecho
mierda cuando el avión te aterrice encima.
Comencé a orinarme de miedo. Los gendarmes se cagaban
de la risa
Aquello era un traslado de presos políticos,
aparentemente rutinario, desde la Cárcel de Rawson en Chubut a la Cárcel de
Devoto en Buenos Aires. Digo aparentemente porque no era como tantos otros
traslados. Estaba solo. Trasladar a una sola persona no era común.
- Ahí viene el avión, más vale que te hagas el dormido.
Cerré los ojos, tal vez creyendo que a la muerte es
mejor no verla. Ya no sentía frío, tampoco ruidos. Todo el cuerpo se me había
cerrado.
No fue la muerte, pero sí fue la última vez que pude
ver la noche entera. Todas las que siguieron, durante ocho años, fueron con una
mezcla de barrotes y cielo raso, con una esperanza que se acortaba de noche y
se estiraba de día.
Uno se acostumbra. Y aprende. Y resiste. Y se conoce a
sí mismo. Y también a los otros.
En espacios pequeños el cuerpo se vuelve pequeño, los
gorgojos saben a orégano y la cáscara de naranjas es un postre exquisito. Con
un poco de buena voluntad hasta se puede caminar por las paredes.
Con el paso del tiempo lo más terrible queda como
anécdota.
Pero hay momentos sublimes, diría el poeta. Mágicos o
milagrosos diría el creyente. Inolvidables digo yo. Y todo lo sensible que aún queda
dentro de uno se asoma en lágrimas.
El 23 de junio de 1982 vi por última vez la celda 327
del pabellón N°7. Luego pasamos la última puerta de la Unidad Penitenciaria N°9
de La Plata. Era la Libertad. Alguien nos esperaba. No sabíamos de ómnibus ni
de dinero, y la ropa me quedaba grande.
Miraba para todos lados. No me animaba a caminar.
Levanté los ojos y se me escapo una sonrisa.
Que voy a hacer con tanto cielo para mí.
Juan Serra