Lo disfruté siempre, pero nunca me había detenido a
observar las olas: solo jugaba con ellas, a chocarlas, a ganarles en cada
salto, a demostrarles mi valor para llegar hasta donde ya no son tan rudas.
Aquel día pude ver lo qué hacían las olas y porqué, andando
tanto y por tantas partes, no se cansaban: descubrí su destino de querer ser
otra forma de lo mismo, de arremeter contra las rocas para partirse en mil
pedazos y ser gotas, y como gotas trepar buscando huequitos entre las piedras
para ser piedras, esperando subir un poco más alto y ser rocas, o volver al
mar, para intentarlo una vez más, y otra, y otra.
Estaba de vacaciones en las playas de Canoa, Ecuador, asombrado por esa transformación de ola en roca y de roca en sal, cuando un sol rojo y redondo comenzó a zambullirse por allá, al final, donde terminaba el mar.
Y no pude aguantar de reírme. No había caso, planeaba
mis vacaciones a toda fiesta y al final me pasaba el tiempo esperando el sol de
la tarde, o admirando la astucia de las olas, o conversando con los pescadores.
-Yo y mi hermanito seremos pescadores.
Javier lo decía muy sonriente y seguro. Con sus diez
años, un color de piel caribeño y sus patitas flacas, ya soñaba con lo que iba
a ser.
Lo conocí mientras miraba la partida del sol y el
regreso de los pescadores.
Estaba mezclado entre jóvenes, mujeres y niños
lugareños que empujaban una lancha pesquera playa arriba, sobre unos troncos,
para ponerla a salvo de la marea luego de haber retornado de otro día de pesca.
Me llamó la atención porque vi su mano derecha
envuelta en una venda blanca, como cubriendo una herida que no parecía
molestar.
“Un niño herido”, pensé. Y haciendo fuerza, y nadie le
dice nada, y él sonríe, y todos sonríen y empujan, y ya corren a buscar el
tronco que quedó atrás para llevarlo hacia adelante así la lancha se desliza
mejor sin rozar la arena que cubre los pies desnudos que parece van a ser
aplastados, pero no, hay una armonía especial que cuida de todos al final de
esa tarde de pesca.
Todos son pescadores, los que llegan con la carga y
los que esperan y ayudan. También el sol, los peces y el mar lo son: ellos se
buscan, se atrapan y se juntan.
La lancha ya quedó a salvo de las olas, pero nadie se
mueve.
Como si fuera un rezo los lugareños la rodean, miran su
interior y esperan. Hay un silencio pequeño, como de asombro y agradecimiento a
esa carga de redes y cajones de plástico con pescados.
Alguien sube, separa uno de los cajones y empieza el
reparto. Los otros serán para la venta.
La cabecita de Javier apenas asoma sobre la lancha,
sus ojos miran hacia arriba, agita su mano y la venda comienza a desenvolverse
haciendo un rulo: ahora es una bolsita de plástico como las del supermercado
que flamea con el viento.
La pierdo de vista por un instante y la vuelvo a ver,
bajando con la bolsa llena de pescados.
Javier se da cuenta que lo estoy mirando. Pasa con su
tesoro y me sonríe. Y no puedo aguantar de reírme.
En las vacaciones siempre me pasa lo mismo: el
paisaje, el mar y su gente no dejan de asombrarme...
Juan Serra