Hay historias que nos marcan…
Pequeñas historias con profundas marcas como aquellas donde los hijos van de actores principales.
Contarlas detiene los tiempos, hace a un lado las edades y permite disfrutar la vida al nombrarlas. Lo que pasó veloz, sin darnos cuenta, puede ahora montarse en letras, retroceder en cámara lenta y sacarnos una sonrisa.
¡Claro que podemos revivir lo vivido!, al final de cuentas el tiempo también es un invento nuestro.
Fue durante el año 2002, aquel de la crisis donde miles de compatriotas descubrieron que algo andaba muy mal, que las brisas de primavera volvían a ser otoñales y las nostalgias, de tan largas, apenas dejaban tomar aire.
Más que ciudadanos parecíamos marinos en pequeños barcos a velas, rodeados de una inmensidad que nos avergonzaba, buscando un Ulises que nos ate al mástil para poder escuchar melodías que no fueran tangos tristes.
Así, atado al destino de un año bravo y confirmando aquello de que con la mala más se aprende, yo también tuve mi descubrimiento, aunque mi hijo Andrés siempre estuvo allí.
Nos encontramos en la terminal de ómnibus a su regreso de la gira de fin de curso.
Volvía de Las Cataratas en medio de una gritería infernal de estudiantes alegres que parecían haber aprobado la más importante materia de la carrera, la materia de la vida como me decía él, la única que da alegrías, fama y libertad.
–Cómo no le vamos a dedicar tiempo, esfuerzo y compromiso, papá?, si en una semana aprendemos mucho más que durante todo el año y hasta podemos conocer el amor.
Fue el último en bajar, seguía manteniendo su estilo: atraía por peso propio, por misterio, su luz no era eléctrica.
Me sorprendió la mochila pequeña, un tatuaje en el brazo y el saludo largo y apretado de los compañeros como queriéndole pasar un secreto. Esto último fue muy emocionante.
Lo miraba y ya no me interesaban los acuerdos ni las reglas, solo quería comunicarme, saber que teníamos algo para decirnos. Hacía tiempo que lo estaba extrañando.
-Cómo te fue Andrés?
Esperaba cualquier respuesta, él ya había vivido su viaje, ahora quedaba disfrutar el relato entre ambos.
-Mal.
Esta sola palabra no me sorprendió, su felicidad casi siempre estaba atada a las cosas poco sencillas, tranquilamente podía ser genético.
-Me corrieron del Colegio, Papá
-Fue el primer día cuando llegamos y los profesores se fueron a Ciudad del Este para comprar. Quedamos solos y aburridos en el hotel sin saber qué hacer, hasta que al Mocho se le ocurrió jugar con el ventilador de techo y ahí fui el mejor, les gané a todos, mi zapatillazo lo destruyó completamente, como en tu Instituto Técnico, Papá, cuando le cortaste los zapatos al más traga con el serrucho mecánico.
Estuvo astuto con el recuerdo, rápidamente emparejó la “joda-castigo” con aquellas aventuras de adolescente que solía contarle para dormirlo: relatos “largos y chistosos” como pedía él y sus hermanas. Ahora la travesura viraba a experiencia: lo que aburre no enseña, parecía decirme. ¿Acaso no me decís siempre que la práctica es la principal fuente de conocimiento?
El hecho “destructivo” en sí no importaba. Más allá de la originalidad del misil tierra-aire sentí que por primera vez lo subía a la nave de mis cosas importantes y, acostumbrado a trabajar midiendo formas, lo medí a él también: estaba alto, fibroso, con unas manos de apretón temible y una mirada tímida que jamás apuntaba a los ojos. Poco bastó para que nos reconozcamos iguales, copiándonos los gestos, sabiendo que no podíamos mentirnos, aunque alarguemos los silencios.
-Tenía bronca, me dijo. No soporto el doble discurso de los que quieren darnos consejos.
Me confesó su desilusión con los adultos y me sentí vergonzosamente del lado equivocado.
-Ya no creo en nadie, papá. Solo creo en el Che y el Indio Solari. Son los únicos que hacen lo que dicen.
Hablamos del Che, de la vida, sus deseos de tocar la guitarra y eso de no creer en nadie que irremediablemente me incluía. Hablamos de mi juventud, de todas las cosas en las que creía, de las que ya no creía, que es como seguir creyendo entre comillas, sin hacer todo lo que se dice.
Me contó de él, sus amigos, sus profesores y ese tal Indio que parecía haberlo marcado para siempre.
-Quién es el Indio Solari? - le pregunté.
Comenzó a hablar como nunca antes lo había escuchado, con palabras nuevas, hasta me miró a los ojos, feliz, seguro, sabía de qué hablaba, disfrutaba lo que decía. Descubrí que había un intruso entre nuestras vidas al que no conocía.
-Mejor te hago escuchar un tema. Puso un CD llamado “Luzbelito”
No pude prestar atención a las letras, sentí que la música me hablaba, que la vida de mi hijo cabía en una canción. Había algo poderoso y extraño en las melodías y en la voz. Comencé a llorar y Andrés bajo la cabeza.
- “Banderas en tu corazón, yo quiero verlas ondeando luzca el sol o no
Banderas rojas, banderas negras, de lienzo blanco en tu corazón”
Y volví a pensar en mi juventud, en que yo también fui hijo, en lo cercano que está el amor y sin embargo pocas veces lo vemos, en ese tal Indio Solari que ahora nos une en un abrazo.
-“Cuando la noche es más oscura se viene el día en tu corazón”
*Juan Serra